La princesa y el guisante.
Cuento de Hans Christian Andersen en el que un guisante en la cama es la clave para saber si quien ha dormido allí es una auténtica princesa.
Érase una vez un príncipe que quería casarse con una princesa, pero tenía que ser con una princesa de verdad.
Recorrió el mundo entero, y aunque en todas partes encontró princesas, siempre acababa descubriendo en ellas algo que no acababa de gustarle. De ninguna se hubiera podido asegurar con certeza que fuera una verdadera princesa; siempre aparecía algún detalle que no era como es debido. El príncipe regresó, pues, a su país, desconsolado por no haber podido encontrar una princesa verdadera.
Una noche se desencadenó una terrible tempestad: relámpagos, truenas y una lluvia torrencial. ¡Era espantoso! Alguien llamó a la puerta de palacio y el anciano rey fue a abrir.
Era una princesa quien aguardaba ante la puerta. Pero, ¡Dios mío!, ¡Qué aspecto ofrecía con la lluvia y el mal tiempo! El agua chorreaba por sus cabellos y caía sobre sus ropas, le entraba por la punta de los zapatos y le salía por los talones. Y sin embargo, ¡pretendía ser una princesa verdadera!
"Bien, ya lo veremos", pensó la vieja reina, y sin decir palabra se dirigió a la alcoba, apartó toda la ropa de la cama y colocó un guisante en su fondo; puso después veinte colchones sobre él y añadió todavía otros veinte edredones de plumas de ánade.
Allí dormiría la princesa aquella noche.
A la mañana siguiente, le preguntaron qué tal había descansado.
- ¡Oh, terriblemente mal!- respondió la princesa-. Casi no he pegado ojo en toda la noche. ¡Dios sabe qué habría en esa cama! He dormido sobre algo tan duro que tengo el cuerpo lleno de cardenales. ¡Ha sido horrible!
Así se pudo comprobar que se trataba de una princesa de verdad, porque a pesar de los veinte colchones y los veinte edredones de pluma, había sentido la molestia de un guisante. Sólo una verdadera princesa podía tener la piel tan delicada.
El príncipe, sabiendo ya que se trataba de una princesa de verdad, la tomó por esposa el guisante fue trasladado al Museo del Palacio, donde todavía puede contemplarse, a no ser que alguien se lo haya llevado.
¡Como veréis, ésta sí que es una historia verdadera! Subir
Jack y las habichuelas mágicas.
Jack vivía con su madre, que era viuda, en una cabaña del bosque. Como con el tiempo fue empeorando la situación familiar, la madre determinó mandar a Jack a la ciudad, para que allí intentase vender la única vaca que poseían. El niño se puso en camino, llevando atado con una cuerda al animal, y se encontró con un hombre que llevaba un saquito de habichuelas. -Son maravillosas -explicó aquel hombre-. Si te gustan, te las daré a cambio de la vaca. Así lo hizo Jack, y volvió muy contento a su casa. Pero la viuda, disgustada al ver la necedad del muchacho, cogió las habichuelas y las arrojó a la calle. Después se puso a llorar. Cuando se levantó Jack al día siguiente, fue grande su sorpresa al ver que las habichuelas habían crecido tanto durante la noche, que las ramas se perdían de vista. Se puso Jack a trepar por la planta, y sube que sube, llegó a un país desconocido. Entró en un castillo y vio a un malvado gigante que tenía una gallina que ponía un huevo de oro cada vez que él se lo mandaba. Esperó el niño a que el gigante se durmiera, y tomando la gallina, escapó con ella. Llegó a las ramas de las habichuelas, y descolgándose, tocó el suelo y entró en la cabaña. La madre se puso muy contenta. Y así fueron vendiendo los huevos de oro, y con su producto vivieron tranquilos mucho tiempo, hasta que la gallina se murió y Periquín tuvo que trepar por la planta otra vez, dirigiéndose al castillo del gigante. Se escondió tras una cortina y pudo observar como el dueño del castillo iba contando monedas de oro que sacaba de un bolsón de cuero. En cuanto se durmió el gigante, salió Jack y, recogiendo el talego de oro, echó a correr hacia la planta gigantesca y bajó a su casa. Así la viuda y su hijo tuvieron dinero para ir viviendo mucho tiempo. Sin embargo, llegó un día en que el bolsón de cuero del dinero quedó completamente vacío. Se cogió Jack por tercera vez a las ramas de la planta, y fue escalándolas hasta llegar a la cima. Entonces vio al ogro guardar en un cajón una cajita que, cada vez que se levantaba la tapa, dejaba caer una moneda de oro. Cuando el gigante salió de la estancia, cogió el niño la cajita prodigiosa y se la guardó. Desde su escondite vió Jack que el gigante se tumbaba en un sofá, y un arpa, ¡Oh maravilla!, que tocaba sola, sin que mano alguna pulsara sus cuerdas, una delicada música. El gigante, mientras escuchaba aquella melodía, fue cayendo en el sueño poco a poco. Apenas le vio así Jack, cogió el arpa y echó a correr. Pero el arpa estaba encantada y, al ser tomada por Jack, empezó a gritar: -Eh, señor amo, despierte usted, ¡Que me roban! Despertose sobresaltado el gigante y empezaron a llegar de nuevo desde la calle los gritos acusadores: -Señor amo, que me roban! Viendo lo que ocurría, el gigante salió en persecución de Jack. Resonaban a espaldas del niño pasos del gigante, cuando, ya cogido a las ramas empezaba a bajar. Se daba mucha prisa, pero, al mirar hacia la altura, vio que también el gigante descendía hacia él. No había tiempo que perder, y así que gritó Jack a su madre, que estaba en casa preparando la comida: -Madre, traígame el hacha en seguida, que me persigue el gigante! Acudió la madre con el hacha, y Jack, de un certero golpe, cortó el tronco de la trágica habichuela. Al caer, el gigante se estrelló, pagando así sus fechorías, y Jack y su madre vivieron felices con el producto de la cajita que, al abrirse, dejaba caer una moneda de oro. Subir